Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. Juan 1:12.
La filiación divina no es algo que obtenemos por nosotros mismos. Sólo a los que reciben a Cristo como su Salvador se les da la facultad de llegar a ser hijos e hijas de Dios. El pecador no puede librarse del pecado por ningún poder inherente. Para el logro de este resultado, debe buscar un poder superior. Juan exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Sólo Cristo tiene poder de limpiar el corazón. El que busque perdón y aceptación sólo puede decir: “Nada traigo en mi mano; sólo me aferro a la cruz”. Pero la promesa de la filiación se brinda a todos aquellos que “creen en su nombre”. Todo el que venga a Jesús con fe, recibirá perdón.
La religión de Cristo transforma el corazón. Convierte a un hombre mundano en espiritual. Bajo su influencia el egoísta se convierte en abnegado, porque tal es el carácter de Cristo. El hombre deshonesto y maquinador se convierte en recto, y llega a ser una segunda naturaleza para él hacer a los demás lo que le agradaría que le hicieran. El profano pasa de la impureza a la pureza. Adopta hábitos correctos, porque el Evangelio de Cristo ha llegado a ser para él un sabor de vida para vida.
Dios habría de manifestarse en Cristo, “reconciliando consigo al mundo”. El hombre había sido degradado tanto por el pecado que era imposible para él, en sí mismo, entrar en armonía con Aquel cuya naturaleza es pureza y bondad. Pero Cristo, después de redimir al hombre de la condenación de la ley, podía impartir poder divino que se uniría al esfuerzo humano. Así, por el arrepentimiento para con Dios y la fe en Cristo, los hijos caídos de Adán podrían nuevamente convertirse en “hijos de Dios”.
Cuando un alma recibe a Cristo, recibe poder para vivir la vida de Cristo
libro: Cada Día Con Dios, pagina: 11
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